jueves, 3 de octubre de 2013

Como gaviotas perdidas

Hoy le ocurría algo. Y me preocupé, porque al principio no sabía si era bueno o malo. Solo supe que estaba distinta.

Hoy no era la de todos los días. 

Lo cierto es que nunca es la misma, porque no son las mismas olas las que llegan a la orilla, ni la misma arena la que nos espera paciente. 

Pero hoy había algo mas. Decenas de gaviotas forasteras curioseaban buscando tesoros ocultos en la arena negra de la Cícer. Y todos sabemos que la Cícer no es territorio de gaviotas...

Y al llegar cerca de la Peña de la Vieja seba, mucha seba. Montañas enteras como hacía mas de veinte años que no veía. Montañas que los operarios de limpieza se apuraban ufanos a quitar antes de que llegaran los primeros bañistas, en lo que me parecía una especie de incomprensible lucha contra natura. El olor profundo a sal, mareas y a marisco, me hizo viajar en el tiempo y volver a tener 9 años. Y por unos momentos volví a coger impulso en la arena para subir corriendo hasta lo mas alto de aquellos montones de algas ya malolientes por la descomposición, pero que junto con el laberinto de rocas y charcos del Charcón, constituían el mejor parque infantil que nadie hubiera podido imaginar nunca. Momentos de satisfacción inimaginable, que ni el mismísimo Bob Esponja al frente de toda la factoría Disney podría haber superado.

Enfrascada en estas ensoñaciones llegué hasta la puntilla y al darme la vuelta para desandar el camino volví a la realidad, intentando entender qué le ocurría hoy. No lo sabía. Las gaviotas en la Cícer, la inusual cantidad de seba... quizás la playa quería decirnos algo a su manera. ¿Estaría sufriendo algún cambio?
Y de repente, al fondo, sobre los muellitos, allí estaba, como protegiéndola de cualquier mal, ¡un impresionante arco iris!

Lo entendí enseguida. Y me alegré profundamente. ¡No pasaba nada malo!Nuestra Playa está viva. Se mueve, cambia... y nos habla. Hoy me habló. Pero nunca nos fijamos, porque solo queremos que nos escuche...

Nunca la atendemos, porque sabemos que está ahí, que estuvo y que estará siempre.Sabemos que bañó con sus olas a nuestros abuelos igual que lo hará con nuestros hijos. Que compartió con nosotros eternas tardes de verano como nos vió enamorarnos por primera vez... y que cuando estamos tristes solo tenemos que mirarla, porque el arrullo de sus olas es la nana que nos cura de cualquier mal.

Tenemos suerte de vivir aquí.Y tenemos suerte de tenerla. Aunque a veces no nos demos cuenta de lo privilegiados que somos, de lo que la queremos y de lo que la necesitamos. Porque siempre está ahí para nosotros.

Igual que muchos de los que nos quieren, siempre incondicionales a nuestro lado, pero a los que no valoramos, o si lo hacemos, no se lo decimos. Quizás somos como las gaviotas de hoy, perdidas buscando tesoros en el lugar equivocado si saber lo cerca que estamos de ellos. La Playa si la cuidamos, seguirá ahí...pero nosotros no somos eternos. 

A mi, hoy la playa me ha hablado y escribirle es la forma que tengo de darle las gracias. Pero a ella no le hace falta. A mis amigos, a mi familia, a mis padres, a mis hijos y a mi amor, si, GRACIAS, por estar ahí siempre.
Como mi playa.

jueves, 3 de febrero de 2011

MI BARRIO YA NO HUELE IGUAL.


Hay elementos que distinguen a unas ciudades de otras o a unos pueblos de otros. Unas veces se trata de paisajes, otras de monumentos arquitectónicos, o incluso sus gentes. Sin embargo yo, cuando pienso en mi barrio, recuerdo de modo muy peculiar sus olores y sonidos.

Mi barrio nunca ha olido a flores. Ni a campo. Pero olía a factoría de pescado. Un olor ciertamente nauseabundo, pero que para los trabajadores constituía el olor de su sustento. Mezcla de restos de pescado y de mar. Salitre y sudor. Salario y solidaridad.

Mi barrio también olía a café, el que desprendía el tostadero de la calle Pavía y se colaba temprano por las ventanas de nuestras clases en el colegio Fernando Guanarteme despertando nuestros olfatos las mañanas de invierno. Como otras tantas cosas, ya no existe.

Y también olía a pan recién horneado, el que preparaban en la calle Secretario Padilla coincidiendo siempre con la salida del colegio, despertando esta vez no nuestros olfatos sino nuestro apetito. El pan calentito con jamón de la merienda en casa de abuela, que compartía con mis primos sentada frente al televisor disfrutando de Barrio Sésamo.

Es cierto, la panadería continúa allí, pero el pan ya no huele igual. O por lo menos a mi no me huele igual, ni me sabe como antes. Quizás sea yo la que con el paso de los años he perdido el olfato. Pero me inclino a pensar que lo que verdaderamente he perdido al crecer ha sido la virtud de idealizar y hacer mágicos los pequeños detalles de nuestra vida cotidiana, como sin duda hacíamos de pequeños.

Ahora mi barrio ni siquiera huele a playa. O al menos no como antes. Ya no hay montañas de seba a la altura de la Peña de la Vieja. Hoy en día los camiones de la limpieza retiran muy de mañana toda la que llega a la orilla, sesgando con ello las ilusiones de pasar tardes enteras de verano con la única ocupación de buscar entre las algas los tesoros que ha traído el mar los días de reboso.

Y por lo que respecta a los sonidos…
Ya no cantan los gallos en las azoteas al amanecer, porque no hay gallos ni azoteas.
No aullan ni ladran los perros por la noche en conversaciones eternas, porque tampoco hay perros callejeros.
Tampoco escucho el sonido agudo de la peculiar flauta del afilador, porque ya nadie afila los cuchillos.
Ni el vendedor de cupones que calle por calle cantaba el repetitivo “parahoy-hoy-hoy” porque ahora se encuentran en las puertas de los centros comerciales o en los puestos de la ONCE.
Se acabaron para siempre los murmullos de las vecinas sentadas en las puertas de sus casas para coger el fresco en las noches largas del verano, porque ya no hay vecinos, sino individuos aislados que viven juntos, pero no en comunidad.

Son olores y sonidos que ya no están. Como los edificios emblemáticos que tampoco están, los rincones característicos que se han perdido o las personas singulares que se han quedado por el camino. Perdemos nuestra memoria.

Si cerrara los ojos ya no podría distinguir por el olfato ni por el sonido la calle en la que estoy. Dudo incluso que pudiera distinguir el barrio en el que estoy. Esto es solo es uno de los síntomas de que perdemos nuestra identidad y con ella muchos de los valores importantes en la vida. Mi barrio ahora huele a humo, a ciudad, como cualquier otra. Y suena igual que los demás. Motores de camiones, pitas de coches, ruidos de obras. Tendemos a la uniformidad, al individualismo y con ello al asilamiento. Puede que parezca una tontería, pero a mi no me gusta este cambio. No me gusta que mi barrio ya no huela a Mi Barrio.

viernes, 19 de noviembre de 2010

LAS AZOTEAS


Hace mucho tiempo que quería escribir sobre las azoteas, y se me ocurrió comenzar reproduciendo la definición del término que nos ofrece la Real Academia de La Lengua Española. Esto fue lo que me encontré: “Cubierta más o menos llana de un edificio, dispuesta para distintos fines“. Y verdaderamente he pensado que es una definición absolutamente fría e insípida, inexpresiva e indigna de un lugar que tan mágicos momentos nos ha hecho a pasar a mas de uno.

Para una chica de barrio, donde nunca hemos tenido acequias, ni riegos, ni maretas vacías para jugar al fútbol, no existía mejor ludoteca que las azoteas de nuestras casas. Yo recuerdo con especial cariño la azotea de la casa de mis abuelos, que se erguía imponente hasta la altura de un cuarto piso, al final de la calle Pavía. Para llegar hasta ella, una vez se habían terminado los escalones de cemento revestidos de granito desgastado, había que subir por una estrecha y empinadisima escalera de peldaños de madera de palo y tachas recicladas, hecha artesanalmente por las manos milagrosas de mi abuelo Juan. Y allí, al final de la peligrosa atalaya se erguía una pequeña cancela de hierro oxidado que para nosotros era como el espejo de Alicia, porque suponía el paso al mundo de la fantasía y los sueños. La entrada al país de las Maravillas.

Las azoteas de entonces no eran como las de ahora, sino que estaban vivas, muy vivas. Las paredes no estaban encaladas y muchas veces el suelo era solo de cemento. En otros casos estaban recubiertas de atobas rojizas, desgastadas mas por el sol que por el agua que caía sobre ellas. Por aquél entonces no existían las secadoras y formaba parte de la faena diaria subir a tender y a recoger la ropa de las liñas, hechas la mayor de las veces con restos de cables atados a una tubería del agua a modo de arco de portería. Y como no, las trabas de la ropa eran un elemento esencial para nuestros juegos, primero las de madera o con posterioridad las multicolores de plástico, que tras la novedad perdían su interés por lo endebles que se mostraban. No resistían una tarde de juegos.

En la azotea de mi abuela los pretiles eran considerablemente bajos lo que permitía noveleriar en las vecinas. Me podía pasar horas escudriñando las cubiertas, imaginando toda suerte de juegos que podría ejecutar allí o pensando lo feliz que habría sido si me hubiesen dado la posibilidad de visitar cada una de ellas para descubrir todos sus secretos. En unas veía bicicletas abandonadas, en otras balones o cacharritos de muñecas cuyo atractivo radicaba mas que en el juguete en sí, en el hecho de ser ajenos. Y entonces era cuando miraba al cielo y veía a las palomas y las envidiaba por la privilegiada libertad de la que gozaban, por tener la posibilidad de escrutar todos aquellos rincones a los que yo no podía acceder.

En las azoteas de mi barrio siempre ha habido gatos negros, perros pulgosos, palomas mensajeras e incluso gallos. Y piletas de piedra, mangueras picadas, baldes de metal oxidado, palanganas bizcochadas, grifos goteantes, macetas rotas, plantas disecadas, maltrechas escobas, jaulas vacías, bidones viejos, pelotas desinfladas y larguiruchas antenas desafiantes de los alisios. Todos, testigos mudos de nuestras tardes de juego, de los mejunjes que realizábamos mezclando todo lo que encontrábamos con apariencia de solubilidad y de la imaginación ya perdida.

En Guanarteme ya no permiten que las azoteas sean transitables. Proliferan las edificaciones con tejado a dos aguas que nada tienen que ver ni con este barrio, ni con esta isla, ni con la idiosincrasia de los canarios. Supongo que el ilustrado que tuvo la idea, o no es de aquí o si lo es, debió pasar su infancia encerrado entre cuatro paredes que lo deshumanizaron, impidiéndole ver el cielo y los pájaros desde una azotea. No me parece justo privar a las generaciones futuras de su magia.


MIS PRIMEROS RECUERDOS DE LAS FIESTAS DEL PILAR



Mis primeros recuerdos sobre las fiestas del Pilar, se remontan a los años 79 y 80, cuando tenía tres o cuatro años de edad. De esa época, lo único que aún perdura de manera imborrable en mi memoria es la nítida imagen de los papagüevos de mi Barrio, los voladores y los cochitos.
Supongo que las personas conservamos de nuestro pasado mas remoto solo aquellos recuerdos de experiencias que de un modo u otro mas llamaron nuestra atención, bien fuera de forma positiva o negativa. En mi caso esto es lo que ocurre con las fiestas del Pilar.
Si cierro ahora los ojos acierto a verme con una nitidez que todavía me sorprende, jugando en el suelo de mi habitación, mientras comienzo a oir el sonido lejano de la banda de música y las voces de la chiquillería, presagio de la proximidad de los papagüevos que desfilaban como borrachos destartalados por la calle Secretario Padilla. Y aún soy capaz de recordar la sensación que me producían aquellos desafinados acordes, vaticinadores de lo inminente, una mezcla de miedo y excitación, una fuerza irracional como la que provocaba el flautista de los hermanos Grimm, que me obligaba a ir a buscar a mi madre y tirar de su mano para asomarnos a la ventana a ver pasar embelesada la marabunta de niños y gigantes.
Y allí estaba yo, bajo el incondicional cobijo de su regazo, paralizada por el terror que me profesaban las fantasmagóricas figuras y temerosa de que alguna se acercara mas de la cuenta a la ventana de mi casa. Pero a la vez absorta en su contemplación, hipnotizada, incapaz de separar la vista de sus infinitamente largos brazos danzantes, fascinada con sus caras y colores y embriagada por el halo de misterio que me producía la duda acerca de si aquellos monstruos estaban vivos de verdad o no.
Por lo que respecta a los fuegos artificiales o voladores, que es como los llamamos los de aquí, solo se que de artificiales tenían poco, porque a mi nada me parecía mas real que los trepidantes taponazos que se escuchaban desde cualquier lugar, ya que ni en el mas recóndito escondite de podías librar de aquellos ensodercedores truenos. Recuerdo que lo que mas me asustaban eran las llamadas tracas, que para mi desgracia eran las mas comunes. A la salida de la procesión, a la entrada, al principio de la exhibición pirotécnica, al final… Con esas edades uno no acertaba a comprender qué podía tener aquello de festivo, y yo los afrontaba como podía, entre el llanto y los infructuosos esfuerzos de mi madre por tratar de convencerme de que no pasaba nada.
La paradoja es que a medida que uno iba creciendo, aquello que provocaba el terror en los orígenes se convertía en uno de los elementos que mas fascinaba a la chiquillería, deseosos de contemplar aquellos fabulosos espectáculos pirotécnicos, que entonces ya sí relacionábamos con su espíritu festivo, por darse siempre en las fiestas de San Juan, Carnavales, Fin de Año y como no, el Pilar.
Pero si algo nos maravillaba a todos por aquel entonces, era la feria de cochitos que se montaba en la plaza. Se cerraban algunas calles de los alrededores y toda suerte de aparatos itinerantes destinados al ocio tomaban nuestro barrio como lugar de residencia por unos días, para regocijo de todos nosotros. Cochitos de choque, la caseta de tiro de Luis, tómbolas e incluso una noria, pero entre todos ellos, destacaba sin lugar a dudas uno. El de los cochitos para los pequeños. Lógicamente, si le pregunta a alguien de mayor edad, le dirá que lo mejor era la noria, o los de choque. Pero con tres o cuatro años que eran los que yo tenía, la crema de la crema eran aquellos cochitos.
Aun recuerdo las fichas de plástico de colores, y la caseta donde se vendían, colocada al lado de la atracción y decorada horteramente con los dibujos de moda en la época. También recuerdo los caballos sube y baja que se situaban por pares en el interior de la atracción, de cuyo lomo emergía un mástil que culminaba con una multicolor figura geométrica, al que te asías firmemente cual pirata que otea el horizonte respirando libertad. Y a la vera de aquellos equinos hieráticos, se situaba la fila de vehículos lustrosos, de brillantes luces con las que los ojos nos hacían chiribitas. Estaban todos, el coche de policía, las dos motos, los coches descapotables de carreras, la olla ( nunca entendí el porqué de una olla entre tanto medio de transporte ) e incluso un avión. Y luego, mi preferido: el camión de bomberos, con campana y escalera incluida. Ver montar aquellos cochitos en la Plaza del Pilar te hacía sentir igual que los días previos a la llegada de los Reyes Magos. Y cuando ya los veías funcionanado, la adrenalina se disparaba y no quitabas la vista para ver en cuál te ibas a subir. No había nada peor que otro niño usurpara aquél cochito del cual te creías el dueño por haberlo elegido y que tuvieras que resignarte a escoger otro menos deseado, o lo que era peor, sentarte humillado en la parte de atrás de alguno.
Una vez obtenido el sitio elegido con mayor o menor suerte, llegaba el momento de entregarle la ficha al encargado, antesala del inicio del viaje al mundo de los sueños. Y uno no se cansaba de dar vueltas, y en cada vuelta, se repetía el mismo ritual, alzabas la mano para saludar a tus padres para después, ponerte a tocar la campana desaforadamente y mover el volante a lo loco. Y tras no se cuántas vueltas mas, el sonido de la sirena que anunciaba el inminente fin de nuestro goce.
Siempre nos marchábamos a casa cuándo conseguíamos de nuestros padres la promesa de volvernos a traer si nos portábamos bien. Y generalmente se cumplía. Hasta el día que pasabas por la plaza y te encontrabas inesperadamente con el hueco vacío dejado por la autopista de tus sueños. Era justo en ese momento en el que pensabas que no te ibas a poder recuperar nunca de tamaña decepción, cuando por fortuna o por supervivencia, cualquier otra cosa ya había atrapado tu atención y olvidabas hasta el año siguiente los cochitos de las fiestas. Era una de las ventajas que tenía ser niño.

LA 23


Si Vd. no ha vivido nunca en el Barrio de Guanarteme, o si aún residiendo aquí, no tiene mas de quince años, probablemente el título de este artículo no le suene a nada. Pero los que tuvimos que padecer el único modo de comunicación con el exterior, no podremos olvidar nunca que la 23 era el número de la línea de guagua que comunicaba Guanarteme con el resto de la ciudad.

Hoy en día es imposible pensar que este Barrio, dotado de tantas comodidades y cada vez mas equipado y moderno ( Centro Comercial, Auditorio, Avenida… ) haya estado alguna vez aislado del resto de la Ciudad. Pero sí que lo estuvo, y probablemente muchísimo mas de lo que yo misma, por mi edad, pueda recordar. Pero es que hace escasamente quince años, para estar puntualmente a las ocho de la mañana en la Plaza del Obelisco, yo me tenía que levantar a las seis y cuarto.

¿Exageración? No lo crea, me explico. Una vez finalicé mi etapa escolar en el Colegio Público Fernando Guanarteme, mi padre, adelantado a su época, tomó la decisión de que yo estudiara el bachillerato en otro instituto que no fuera el del barrio, y terminé matriculada en el Instituto Isabel de España, situado en la calle Tomás Morales. Por cierto, que siempre he pensado que esa zona es algo así como un Gran Centro Comercial Abierto de la Enseñanza, debido a la ingente cantidad de institutos, facultades y colegios que se aglutinan en tan pequeño perímetro.

Lo cierto es que las clases comenzaban diariamente a las ocho, y yo, si quería llegar puntual, tenía que estar en la parada de la guagua a las 6.45 de la mañana. Una vez allí, con los ojos aún medio cerrados, no quedaba otro remedio que esperar…y esperar… porque la 23 no tenía horario fijo. Debían pasar cada veinticinco minutos. Pero yo creo que eso era una leyenda urbana, porque en cuatro años que estuve sufriendo sus retrasos, nunca vino ninguna antes de, como mínimo, media hora… Y claro, como las leyes de Murphy sí que se cumplen de verdad, si un día por cualquier razón te retrasabas, justo cuando llegabas a la parada te la encontrabas vacía, signo fatídico de que esa vez, la 23 se había adelantado. Era la excepción, pero claro, podía pasar.

Pero lo peor de la 23 no era cuando tenías que hacer el trayecto desde Guanarteme hacia cualquier otro sitio, porque al estar la primera parada en el propio barrio, generalmente podías hasta elegir el sitio en el que sentarte. Lo dramático de la 23 era cogerla en otro punto de la ciudad para regresar a tu casa. Especialmente si ese otro punto era la parada del obelisco a la hora de la salida de los institutos. Ese momento del día era el mas estresante para mi, tras la campana que anunciaba el final de la jornada, venía la salida del instituto como una estampida sorteando a todo el que se pusiera por delante para llegar a tiempo y coger un buen puesto en la parada. Pero eso solo fueron los primeros días. Pronto constaté que de forma reiterada en el obelisco, las guaguas pasaban tan llenas que ni siquiera se detenían en la parada sino que seguían de largo, llevándose consigo todas las esperanzas de llegar a casa considerablemente pronto y a una hora digna para almorzar después de haber salido a las 6.30 de la mañana.

Por ello tras semejante decepción, el nuevo objetivo fijado tras la salida de las clases, era el de caminar presta por la calle Tomás Morales hasta la parada de guaguas anterior, a fin de poder hacerme un hueco en el interior de la única nave que como a Ulises, pudiera devolverme sana y salva a mi hogar. La 23. Muchas veces allí tampoco se abrieron las puertas.

A los pocos días de la apertura del Centro Comercial las Arenas, disponíamos de 3 líneas de guaguas que llegaban hasta Guanarteme. Aunque Vd. No se lo crea, nos parecía fascinante poder elegir a cual subir. Y a pesar de que las deficiencias en el servicio de transporte actual son muchas, creo que las cosas han mejorado considerablemente. ¿O no?…lo cierto es que hace mucho que no viajo en guagua.

RECUERDOS DESDE EL CALLEJON


No se si llegan a recordar los lectores, que la zona en la que actualmente se encuentra situado el Centro Comercial “Las Arenas“, el Instituto “El Rincón y las canchas deportivas de “Manolo Naranjo” era una extensa plantación de plataneras hasta hace solo quince años.

Todos los coches, camiones, ciclomotores y guaguas que circulaban por la carretera del Norte en dirección a la ciudad, hacían su entrada en ella por la calle Pavia, ( la del Colegio Fernando Guanarteme ), y al llegar a la altura de la calle Castillejos, doblaban hacia la izquierda, dejando al margen derecho, un pequeño tramo de calle sin salida. El callejón.

En el callejón solíamos jugar siempre los mismos niños. Eso si, cada uno con los de su edad. Los mayores eran los que distribuían el terreno, y el resto teníamos que conformarnos con los huecos libres que nos dejaban, pero lo cierto es que, a pesar de que en pocas ocasiones jugáramos juntos, existía una especie de camaradería que nos mantenía unidos frente a cualquier invasión que se produjera desde el exterior. Y digo invasión porque en el fondo, aquel callejón, aquél trozo de calzada y aceras, era nuestro territorio.

Mi llegada a aquella especie de república independiente se hizo de mano de mis primos mayores, con lo que me sentía bastante respaldada. Los fines de semana deseaba ansiosamente quedarme a dormir en la casa de mis abuelos, no tanto por amor a ellos, sino porque era una fácil manera de librarme del control permanente que ejercía mi madre sobre mi, propio de mi condición de hija única. En casa de mis abuelos, las normas las ponía ellos. Y por supuesto, podía estar en el callejón hasta altas horas de la noche, cosa que habría sido impensable estando con mis padres. Cierto es que la ventana de la habitación de mi abuela, gozaba de una vista privilegiada sobre nuestro pequeño país, lo que le permitía vigilarnos simplemente con asomarse a ella.

Allí pasábamos todas las tardes, jugando a calimbre, a policías y ladrones, a las muñecas… y a cualquier cosa que se nos ocurriera, generalmente relacionada con las series de moda por aquél entonces. Recuerdo las peleas entre las niñas para elegir quién era Diana y quien Lidia, las lagartas come-ratones de la exitosa serie de marcianos V. O las discusiones entre los chicos sobre quién ganaría en una carrera en la que compitiesen el Coche Fantástico y el Halcón Callejero.

Otras veces nos poníamos a jugar a la pelota, pero en ese caso, todos teníamos claro que había una zona en la que estaba terminantemente prohibido hacerlo: el trozo de acera de la casa del practicante. Cuando yo llegué al callejón, lo primero que me advirtieron fue eso. Era una norma que ya estaba puesta y nunca me atreví a cuestionarla. Solo se que en ocasiones alguno de los chiquillos para demostrar su hombría y ganarse un puesto destacado dentro del clan, osaba a subirse a la acera y ponerse a picar el balón, mirando desafiante hacia la ventana del primer piso. Eso nos resultaba una demostración de valor y coraje mas importante que las que aparecían en los westerns de las sobremesas de los sábados. Aunque nunca pasó nada.

Y otra zona peligrosa del callejón, era la acera de la casa de la esquina. Si jugabas allí, te arriesgabas a que la dueña, una vieja loca, te tirara desde la azotea un cubo de agua sucia. Y eso si que no era una leyenda, porque tuve la posibilidad de comprobar como a uno de los mayores, José, le llovía un balde de agua desde el cielo, que a juzgar por el olor y el color que tenía, bien puedo afirmar que se trataba del agua de haber limpiado el suelo de la azotea…

Me pregunto cuántas horas habremos pasado allí, compartiendo juegos, confidencias y nuestros primeros amores. Cada vez que paso con mi coche por encima de nuestro antiguo callejón, no puedo evitar vernos por allí correteando, identificando cada uno de los umbrales de las puertas en las que nos sentábamos a merendar y recordando las caras de cada uno de mis compañeros de juegos. A la mayoría de ellos, no les reconocería si les viera ahora. Me pregunto si cuando pasan por aquel lugar en el que vivimos tanto y tan intensamente, se les viene a la memoria lo mismo que a mi. Y deseo que si, que nunca se olvide esa parte de la infancia vivida, que seguro que nos hace ser mejor personas.

REFLEXIONES SOBRE MI NOMBRE


¿Cree Vd. que el nombre que uno lleve condiciona la forma de ser de la persona?Mucho se ha escrito sobre el tema, pero yo, ahora, no me aventuro a afirmarlo con rotundidad, aunque no niego que algo si pueda influir.

Y digo ahora, porque si esta misma pregunta me la hubieran hecho en mi infancia, habría respondido con firmeza que si. Yo me llamo Ana. Ana María, para ser mas concretos.

Ana es un nombre normal, común, muy común. Un nombre de santo. La madre de la Vírgen María se llamaba al parecer Ana. Cuando por primera vez tomé conciencia de cual era mi nombre, con cinco o seis años, me pareció que mis padres habían elegido el nombre mas estúpido y simple que se podía escoger.

Se que puede parecer una tontería, pero lo que digo es totalmente cierto. Me pasé años odiándoles en secreto por haberme llamado así. Era un nombre tan corto...Un solo fonema consonántico y otro vocálico.

En La Laguna, Tenerife, tuve el privilegio de aprender a leer y escribir con cinco años, y la maestra que tenía por aquél entonces ( Dña. Antoñita ) nos hacía firmar cada cosa que escribíamos. Rubricar, que nos decía ella. En palabras de mi padre, Antoñita era "de la vieja escuela", pero como todo el mundo comentaba, era capaz de enseñar a leer a un burro. La cuestión es que tenía que escoger una firma. Y una firma es como una huella dactilar, un distintivo de nuestra personalidad que nos sirve para afianzarla y reafirmarnos en ella. Todos sabemos la de años que nos pasamos hasta encontrar aquella con la que nos sentimos identificados. Pues para mi supuso un trauma. Porque con un nombre tan corto, y que daba tan poco juego ¿qué clase de firma insignificante iba a tener?

Yo ya por aquél entonces había comenzado a odiar mi nombre y siempre que jugaba con las muñecas, las llamaba Wendoling, Cathering, Eveling... nombres rimbombantes, altisonantes y largos, muy largos... En esos años, mi mejor amiga se llamaba Raquél. Ya me parecía de por sí un nombre precioso, sonaba como a dulce. Pero no olvidaré el día aquél en que por la mañana, antes de entrar a las clases con Dña. Antoñita, Raquél llegó de manos de su madre con una resplandeciente sonrisa en su rostro. Ahora lo pienso y me causa gracia, pero aquél día se incrementó de forma desmesurada mi odio hacia mis inocentes padres. ¿La explicación? Fácil. Mi amiga del alma acababa de descubrir, a los cinco años de edad, que su nombre completo era el de Lilia Raquél. Que injusto me pareció el mundo. Aquella niña que ya disfrutaba de un nombre precioso tenía la fortuna de haber recibido como regalo, como don divino, otro nombre aún mucho mas fascinante, melódico y armonioso que el anterior. Al menos, así lo veía yo entonces.

En silencio, durante años, sufrí lo que para mi era la condena de llamarme Ana. Y al seguir creciendo, aún era mayor mi intención de encontrarle un sentido a mi nombre, pero las cosas iban cada vez a peor. Buscaba las posibles variables: Anita, Any, Anilla?,Anuska.... o su significado en el diccionario, con resultados mucho peores: una moneda indostánica, un prefijo griego que significa "sobre" o una antigua medida de longitud que equivalía a un metro. Me resultaba tan patético, que cuándo supe que uno podía cambiar el nombre al llegar a la mayoría de edad, decidí que sin dudarlo, lo iba a hacer.

Sin embargo no se exactamente cómo, pero transcurrida la adolescencia, comencé a pensar que mi nombre tampoco estaba tan mal, y que si lo unía con el apellido podía tener como resultado una firma moderadamente elegante. Supongo que a medida que se va adquiriendo seguridad en uno mismo, y que se tiene que hacer frente a nuevos problemas realmente importantes, cuestiones tan superficiales como el nombre que uno tiene pasan a otro plano. Y así fue.

Lo cierto es que a día de hoy, me parece que tengo un nombre precioso, corto, práctico. Y sorprendentemente estoy encontra de los nombres largos, raros o extranjeros que tan de moda suelen estar actualmente y que tanto me gustaban de pequeña. Curiosidad o no, mi hija se llama María. Sin mas. Espero que no me odie por ello.

AGOSTO 2007