jueves, 3 de febrero de 2011

MI BARRIO YA NO HUELE IGUAL.


Hay elementos que distinguen a unas ciudades de otras o a unos pueblos de otros. Unas veces se trata de paisajes, otras de monumentos arquitectónicos, o incluso sus gentes. Sin embargo yo, cuando pienso en mi barrio, recuerdo de modo muy peculiar sus olores y sonidos.

Mi barrio nunca ha olido a flores. Ni a campo. Pero olía a factoría de pescado. Un olor ciertamente nauseabundo, pero que para los trabajadores constituía el olor de su sustento. Mezcla de restos de pescado y de mar. Salitre y sudor. Salario y solidaridad.

Mi barrio también olía a café, el que desprendía el tostadero de la calle Pavía y se colaba temprano por las ventanas de nuestras clases en el colegio Fernando Guanarteme despertando nuestros olfatos las mañanas de invierno. Como otras tantas cosas, ya no existe.

Y también olía a pan recién horneado, el que preparaban en la calle Secretario Padilla coincidiendo siempre con la salida del colegio, despertando esta vez no nuestros olfatos sino nuestro apetito. El pan calentito con jamón de la merienda en casa de abuela, que compartía con mis primos sentada frente al televisor disfrutando de Barrio Sésamo.

Es cierto, la panadería continúa allí, pero el pan ya no huele igual. O por lo menos a mi no me huele igual, ni me sabe como antes. Quizás sea yo la que con el paso de los años he perdido el olfato. Pero me inclino a pensar que lo que verdaderamente he perdido al crecer ha sido la virtud de idealizar y hacer mágicos los pequeños detalles de nuestra vida cotidiana, como sin duda hacíamos de pequeños.

Ahora mi barrio ni siquiera huele a playa. O al menos no como antes. Ya no hay montañas de seba a la altura de la Peña de la Vieja. Hoy en día los camiones de la limpieza retiran muy de mañana toda la que llega a la orilla, sesgando con ello las ilusiones de pasar tardes enteras de verano con la única ocupación de buscar entre las algas los tesoros que ha traído el mar los días de reboso.

Y por lo que respecta a los sonidos…
Ya no cantan los gallos en las azoteas al amanecer, porque no hay gallos ni azoteas.
No aullan ni ladran los perros por la noche en conversaciones eternas, porque tampoco hay perros callejeros.
Tampoco escucho el sonido agudo de la peculiar flauta del afilador, porque ya nadie afila los cuchillos.
Ni el vendedor de cupones que calle por calle cantaba el repetitivo “parahoy-hoy-hoy” porque ahora se encuentran en las puertas de los centros comerciales o en los puestos de la ONCE.
Se acabaron para siempre los murmullos de las vecinas sentadas en las puertas de sus casas para coger el fresco en las noches largas del verano, porque ya no hay vecinos, sino individuos aislados que viven juntos, pero no en comunidad.

Son olores y sonidos que ya no están. Como los edificios emblemáticos que tampoco están, los rincones característicos que se han perdido o las personas singulares que se han quedado por el camino. Perdemos nuestra memoria.

Si cerrara los ojos ya no podría distinguir por el olfato ni por el sonido la calle en la que estoy. Dudo incluso que pudiera distinguir el barrio en el que estoy. Esto es solo es uno de los síntomas de que perdemos nuestra identidad y con ella muchos de los valores importantes en la vida. Mi barrio ahora huele a humo, a ciudad, como cualquier otra. Y suena igual que los demás. Motores de camiones, pitas de coches, ruidos de obras. Tendemos a la uniformidad, al individualismo y con ello al asilamiento. Puede que parezca una tontería, pero a mi no me gusta este cambio. No me gusta que mi barrio ya no huela a Mi Barrio.