viernes, 19 de noviembre de 2010

MIS PRIMEROS RECUERDOS DE LAS FIESTAS DEL PILAR



Mis primeros recuerdos sobre las fiestas del Pilar, se remontan a los años 79 y 80, cuando tenía tres o cuatro años de edad. De esa época, lo único que aún perdura de manera imborrable en mi memoria es la nítida imagen de los papagüevos de mi Barrio, los voladores y los cochitos.
Supongo que las personas conservamos de nuestro pasado mas remoto solo aquellos recuerdos de experiencias que de un modo u otro mas llamaron nuestra atención, bien fuera de forma positiva o negativa. En mi caso esto es lo que ocurre con las fiestas del Pilar.
Si cierro ahora los ojos acierto a verme con una nitidez que todavía me sorprende, jugando en el suelo de mi habitación, mientras comienzo a oir el sonido lejano de la banda de música y las voces de la chiquillería, presagio de la proximidad de los papagüevos que desfilaban como borrachos destartalados por la calle Secretario Padilla. Y aún soy capaz de recordar la sensación que me producían aquellos desafinados acordes, vaticinadores de lo inminente, una mezcla de miedo y excitación, una fuerza irracional como la que provocaba el flautista de los hermanos Grimm, que me obligaba a ir a buscar a mi madre y tirar de su mano para asomarnos a la ventana a ver pasar embelesada la marabunta de niños y gigantes.
Y allí estaba yo, bajo el incondicional cobijo de su regazo, paralizada por el terror que me profesaban las fantasmagóricas figuras y temerosa de que alguna se acercara mas de la cuenta a la ventana de mi casa. Pero a la vez absorta en su contemplación, hipnotizada, incapaz de separar la vista de sus infinitamente largos brazos danzantes, fascinada con sus caras y colores y embriagada por el halo de misterio que me producía la duda acerca de si aquellos monstruos estaban vivos de verdad o no.
Por lo que respecta a los fuegos artificiales o voladores, que es como los llamamos los de aquí, solo se que de artificiales tenían poco, porque a mi nada me parecía mas real que los trepidantes taponazos que se escuchaban desde cualquier lugar, ya que ni en el mas recóndito escondite de podías librar de aquellos ensodercedores truenos. Recuerdo que lo que mas me asustaban eran las llamadas tracas, que para mi desgracia eran las mas comunes. A la salida de la procesión, a la entrada, al principio de la exhibición pirotécnica, al final… Con esas edades uno no acertaba a comprender qué podía tener aquello de festivo, y yo los afrontaba como podía, entre el llanto y los infructuosos esfuerzos de mi madre por tratar de convencerme de que no pasaba nada.
La paradoja es que a medida que uno iba creciendo, aquello que provocaba el terror en los orígenes se convertía en uno de los elementos que mas fascinaba a la chiquillería, deseosos de contemplar aquellos fabulosos espectáculos pirotécnicos, que entonces ya sí relacionábamos con su espíritu festivo, por darse siempre en las fiestas de San Juan, Carnavales, Fin de Año y como no, el Pilar.
Pero si algo nos maravillaba a todos por aquel entonces, era la feria de cochitos que se montaba en la plaza. Se cerraban algunas calles de los alrededores y toda suerte de aparatos itinerantes destinados al ocio tomaban nuestro barrio como lugar de residencia por unos días, para regocijo de todos nosotros. Cochitos de choque, la caseta de tiro de Luis, tómbolas e incluso una noria, pero entre todos ellos, destacaba sin lugar a dudas uno. El de los cochitos para los pequeños. Lógicamente, si le pregunta a alguien de mayor edad, le dirá que lo mejor era la noria, o los de choque. Pero con tres o cuatro años que eran los que yo tenía, la crema de la crema eran aquellos cochitos.
Aun recuerdo las fichas de plástico de colores, y la caseta donde se vendían, colocada al lado de la atracción y decorada horteramente con los dibujos de moda en la época. También recuerdo los caballos sube y baja que se situaban por pares en el interior de la atracción, de cuyo lomo emergía un mástil que culminaba con una multicolor figura geométrica, al que te asías firmemente cual pirata que otea el horizonte respirando libertad. Y a la vera de aquellos equinos hieráticos, se situaba la fila de vehículos lustrosos, de brillantes luces con las que los ojos nos hacían chiribitas. Estaban todos, el coche de policía, las dos motos, los coches descapotables de carreras, la olla ( nunca entendí el porqué de una olla entre tanto medio de transporte ) e incluso un avión. Y luego, mi preferido: el camión de bomberos, con campana y escalera incluida. Ver montar aquellos cochitos en la Plaza del Pilar te hacía sentir igual que los días previos a la llegada de los Reyes Magos. Y cuando ya los veías funcionanado, la adrenalina se disparaba y no quitabas la vista para ver en cuál te ibas a subir. No había nada peor que otro niño usurpara aquél cochito del cual te creías el dueño por haberlo elegido y que tuvieras que resignarte a escoger otro menos deseado, o lo que era peor, sentarte humillado en la parte de atrás de alguno.
Una vez obtenido el sitio elegido con mayor o menor suerte, llegaba el momento de entregarle la ficha al encargado, antesala del inicio del viaje al mundo de los sueños. Y uno no se cansaba de dar vueltas, y en cada vuelta, se repetía el mismo ritual, alzabas la mano para saludar a tus padres para después, ponerte a tocar la campana desaforadamente y mover el volante a lo loco. Y tras no se cuántas vueltas mas, el sonido de la sirena que anunciaba el inminente fin de nuestro goce.
Siempre nos marchábamos a casa cuándo conseguíamos de nuestros padres la promesa de volvernos a traer si nos portábamos bien. Y generalmente se cumplía. Hasta el día que pasabas por la plaza y te encontrabas inesperadamente con el hueco vacío dejado por la autopista de tus sueños. Era justo en ese momento en el que pensabas que no te ibas a poder recuperar nunca de tamaña decepción, cuando por fortuna o por supervivencia, cualquier otra cosa ya había atrapado tu atención y olvidabas hasta el año siguiente los cochitos de las fiestas. Era una de las ventajas que tenía ser niño.

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