viernes, 19 de noviembre de 2010

RECUERDOS DESDE EL CALLEJON


No se si llegan a recordar los lectores, que la zona en la que actualmente se encuentra situado el Centro Comercial “Las Arenas“, el Instituto “El Rincón y las canchas deportivas de “Manolo Naranjo” era una extensa plantación de plataneras hasta hace solo quince años.

Todos los coches, camiones, ciclomotores y guaguas que circulaban por la carretera del Norte en dirección a la ciudad, hacían su entrada en ella por la calle Pavia, ( la del Colegio Fernando Guanarteme ), y al llegar a la altura de la calle Castillejos, doblaban hacia la izquierda, dejando al margen derecho, un pequeño tramo de calle sin salida. El callejón.

En el callejón solíamos jugar siempre los mismos niños. Eso si, cada uno con los de su edad. Los mayores eran los que distribuían el terreno, y el resto teníamos que conformarnos con los huecos libres que nos dejaban, pero lo cierto es que, a pesar de que en pocas ocasiones jugáramos juntos, existía una especie de camaradería que nos mantenía unidos frente a cualquier invasión que se produjera desde el exterior. Y digo invasión porque en el fondo, aquel callejón, aquél trozo de calzada y aceras, era nuestro territorio.

Mi llegada a aquella especie de república independiente se hizo de mano de mis primos mayores, con lo que me sentía bastante respaldada. Los fines de semana deseaba ansiosamente quedarme a dormir en la casa de mis abuelos, no tanto por amor a ellos, sino porque era una fácil manera de librarme del control permanente que ejercía mi madre sobre mi, propio de mi condición de hija única. En casa de mis abuelos, las normas las ponía ellos. Y por supuesto, podía estar en el callejón hasta altas horas de la noche, cosa que habría sido impensable estando con mis padres. Cierto es que la ventana de la habitación de mi abuela, gozaba de una vista privilegiada sobre nuestro pequeño país, lo que le permitía vigilarnos simplemente con asomarse a ella.

Allí pasábamos todas las tardes, jugando a calimbre, a policías y ladrones, a las muñecas… y a cualquier cosa que se nos ocurriera, generalmente relacionada con las series de moda por aquél entonces. Recuerdo las peleas entre las niñas para elegir quién era Diana y quien Lidia, las lagartas come-ratones de la exitosa serie de marcianos V. O las discusiones entre los chicos sobre quién ganaría en una carrera en la que compitiesen el Coche Fantástico y el Halcón Callejero.

Otras veces nos poníamos a jugar a la pelota, pero en ese caso, todos teníamos claro que había una zona en la que estaba terminantemente prohibido hacerlo: el trozo de acera de la casa del practicante. Cuando yo llegué al callejón, lo primero que me advirtieron fue eso. Era una norma que ya estaba puesta y nunca me atreví a cuestionarla. Solo se que en ocasiones alguno de los chiquillos para demostrar su hombría y ganarse un puesto destacado dentro del clan, osaba a subirse a la acera y ponerse a picar el balón, mirando desafiante hacia la ventana del primer piso. Eso nos resultaba una demostración de valor y coraje mas importante que las que aparecían en los westerns de las sobremesas de los sábados. Aunque nunca pasó nada.

Y otra zona peligrosa del callejón, era la acera de la casa de la esquina. Si jugabas allí, te arriesgabas a que la dueña, una vieja loca, te tirara desde la azotea un cubo de agua sucia. Y eso si que no era una leyenda, porque tuve la posibilidad de comprobar como a uno de los mayores, José, le llovía un balde de agua desde el cielo, que a juzgar por el olor y el color que tenía, bien puedo afirmar que se trataba del agua de haber limpiado el suelo de la azotea…

Me pregunto cuántas horas habremos pasado allí, compartiendo juegos, confidencias y nuestros primeros amores. Cada vez que paso con mi coche por encima de nuestro antiguo callejón, no puedo evitar vernos por allí correteando, identificando cada uno de los umbrales de las puertas en las que nos sentábamos a merendar y recordando las caras de cada uno de mis compañeros de juegos. A la mayoría de ellos, no les reconocería si les viera ahora. Me pregunto si cuando pasan por aquel lugar en el que vivimos tanto y tan intensamente, se les viene a la memoria lo mismo que a mi. Y deseo que si, que nunca se olvide esa parte de la infancia vivida, que seguro que nos hace ser mejor personas.

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