viernes, 19 de noviembre de 2010

LAS AZOTEAS


Hace mucho tiempo que quería escribir sobre las azoteas, y se me ocurrió comenzar reproduciendo la definición del término que nos ofrece la Real Academia de La Lengua Española. Esto fue lo que me encontré: “Cubierta más o menos llana de un edificio, dispuesta para distintos fines“. Y verdaderamente he pensado que es una definición absolutamente fría e insípida, inexpresiva e indigna de un lugar que tan mágicos momentos nos ha hecho a pasar a mas de uno.

Para una chica de barrio, donde nunca hemos tenido acequias, ni riegos, ni maretas vacías para jugar al fútbol, no existía mejor ludoteca que las azoteas de nuestras casas. Yo recuerdo con especial cariño la azotea de la casa de mis abuelos, que se erguía imponente hasta la altura de un cuarto piso, al final de la calle Pavía. Para llegar hasta ella, una vez se habían terminado los escalones de cemento revestidos de granito desgastado, había que subir por una estrecha y empinadisima escalera de peldaños de madera de palo y tachas recicladas, hecha artesanalmente por las manos milagrosas de mi abuelo Juan. Y allí, al final de la peligrosa atalaya se erguía una pequeña cancela de hierro oxidado que para nosotros era como el espejo de Alicia, porque suponía el paso al mundo de la fantasía y los sueños. La entrada al país de las Maravillas.

Las azoteas de entonces no eran como las de ahora, sino que estaban vivas, muy vivas. Las paredes no estaban encaladas y muchas veces el suelo era solo de cemento. En otros casos estaban recubiertas de atobas rojizas, desgastadas mas por el sol que por el agua que caía sobre ellas. Por aquél entonces no existían las secadoras y formaba parte de la faena diaria subir a tender y a recoger la ropa de las liñas, hechas la mayor de las veces con restos de cables atados a una tubería del agua a modo de arco de portería. Y como no, las trabas de la ropa eran un elemento esencial para nuestros juegos, primero las de madera o con posterioridad las multicolores de plástico, que tras la novedad perdían su interés por lo endebles que se mostraban. No resistían una tarde de juegos.

En la azotea de mi abuela los pretiles eran considerablemente bajos lo que permitía noveleriar en las vecinas. Me podía pasar horas escudriñando las cubiertas, imaginando toda suerte de juegos que podría ejecutar allí o pensando lo feliz que habría sido si me hubiesen dado la posibilidad de visitar cada una de ellas para descubrir todos sus secretos. En unas veía bicicletas abandonadas, en otras balones o cacharritos de muñecas cuyo atractivo radicaba mas que en el juguete en sí, en el hecho de ser ajenos. Y entonces era cuando miraba al cielo y veía a las palomas y las envidiaba por la privilegiada libertad de la que gozaban, por tener la posibilidad de escrutar todos aquellos rincones a los que yo no podía acceder.

En las azoteas de mi barrio siempre ha habido gatos negros, perros pulgosos, palomas mensajeras e incluso gallos. Y piletas de piedra, mangueras picadas, baldes de metal oxidado, palanganas bizcochadas, grifos goteantes, macetas rotas, plantas disecadas, maltrechas escobas, jaulas vacías, bidones viejos, pelotas desinfladas y larguiruchas antenas desafiantes de los alisios. Todos, testigos mudos de nuestras tardes de juego, de los mejunjes que realizábamos mezclando todo lo que encontrábamos con apariencia de solubilidad y de la imaginación ya perdida.

En Guanarteme ya no permiten que las azoteas sean transitables. Proliferan las edificaciones con tejado a dos aguas que nada tienen que ver ni con este barrio, ni con esta isla, ni con la idiosincrasia de los canarios. Supongo que el ilustrado que tuvo la idea, o no es de aquí o si lo es, debió pasar su infancia encerrado entre cuatro paredes que lo deshumanizaron, impidiéndole ver el cielo y los pájaros desde una azotea. No me parece justo privar a las generaciones futuras de su magia.


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